miércoles, 29 de febrero de 2012

Mensajero de los dioses



En este blog no he contado aún que a mí me gusta mucho escribir novelas, y nunca he puesto ningún trozo de ellas, así que, para variar, pongo hoy uno; las explicaciones relativas al caso figuran a continuación.

En uno de mis libros (Siglo de las luces, el segundo de las aventuras de Juan Evangelista, personaje que vivió trescientos años y cuyas aventuras se detallan aquí), el protagonista, que a la sazón tiene casi cien años pero aparenta veinticinco, y a quien todo el mundo llama Salamanca, se encuentra en alguno de los innumerables riscos de la imponente cordillera de Los Andes. Esto sucede hacia 1760, más o menos, y él forma parte de una expedición que por aquellos andurriales se dedica a realizar los trabajos preliminares para la determinación del grado de latitud terrestre, medición que se efectuó por tales fechas. El jefe de la partida, buen amigo suyo, pues fueron muchas las tierras que recorrieron juntos, un hombre de mediana edad y también un ilustrado de la época, se llama Mendoza.

--------------------------------------

Una mañana arribamos a una aldea perdida en la fragosidad de las montañas, y Mendoza, tras hablar con los lugareños, me dijo,
–Prepare usted sus entendederas, sí, y abra bien los ojos y los oídos, que va a observar algo que se presencia escasas veces. ¡Acompáñeme, hombre, póngase en marcha!
Nos sumamos a un grupo de indios, y tras una larga caminata que nos llevó a una enorme hondonada entre picachos, nos escondimos entre las peñas y pasamos la mayor parte del día al acecho.
–¿Al acecho de qué?
–Del mensajero de los Dioses, ya que quiere usted que le destripe el cuento. Pero no atienda a las palabras sino a los acontecimientos. ¡Fíjese...!, ahí viene –y una enorme sombra surgida de los aires nos sobrevoló dirigiéndose hacia el señuelo.
Aquel formidable animal –mensajero de los Dioses– tocó la tierra al lado del cordero despeñado y observó sus alrededores con desconfianza. Luego, cuando parecía ir a hacer ademán de hincar su monstruoso pico en la carne de la presa, los indios salieron de sus escondites y con toda confianza se dirigieron hacia él. El cóndor, que no otro era nuestro botín, intentó de inmediato alzar el vuelo, pero, ¡ay!, las paredes del embudo pedrero a que había sido conducido eran demasiado altas para él, y sus desesperados aleteos no le sirvieron para remontar el vuelo sino tan sólo para desplazarse de un lugar a otro, preso en la encerrona que no había imaginado. Los indios lo persiguieron con risas y cánticos por aquel fondo rocoso y se hartaron de tirarle piedras que no consiguieron sino enfurecerlo, pero luego, cuando el animal daba muestras de cansancio, se aproximaron a él y, con un capuz, le taparon la cabeza. A continuación, y usando de una caña hueca, le dieron a probar un licor cuyo nombre desconozco...
Nuestra llegada al pueblo con la enorme ave supuso el comienzo de la fiesta que durante el día siguiente iba a tener lugar y que comenzó con una misa, una misa presidida por el cóndor, al que, convenientemente sujeto, colocaron en sitio preferente, el primero de los bancos, al lado del alcaide y otros notables entre los que nos contamos, pues Mendoza era conocido en aquel lugar. La aldea al completo asistió a la función, función que se alargó durante varias horas, pues al objeto de que el cóndor guardara en su memoria cuanto sucedía, los cantos sagrados y las ceremonias se repitieron hasta la extenuación.
El cóndor, que observaba cuanto se desarrollaba a su alrededor con toda reverencia y expresión de curiosidad, y en ningún momento intentó escaparse, fue llevado al mediodía hasta la gran explanada que hacía las veces de plaza en aquel poblado entre montañas, y tras el banquete que en su honor se sirvió –cuyas mejores tajadas fueron devoradas por él mismo–, conducido en volandas de la multitud hasta lomos de un toro azabache que aguardaba en un cercado. Con las dificultades que son de suponer, pues aunque el toro estaba trabado de pies y manos bufaba furiosamente, fue encaramado encima y convenientemente amarrado, y cuando tras la orden del alcaide, el bovino liberado de sus cadenas, pudimos contemplar uno de los más aparatosos espectáculos que nunca me fue dado ver.
¡Sí, era la ceremonia del toro alado! Cabalgando sobre un toro corveteante y agitando con desesperación las alas, pues quería separarse de aquel bruto, el cóndor semejaba algún mitológico y fantástico animal dotado de múltiples miembros, y de verdad parecía que en cualquier momento pudiera emprender el vuelo... La música redobló su velocidad, y todos cuantos allí estábamos nos dimos en seguir el ritmo in crescendo que llevaban los tambores. Ante el parsimonioso fondo de las montañas, el sordo y lento golpeteo que parecía provenir de las entrañas de la quebrada tierra que nos hospedaba fue el perfecto acompañamiento a tanto grito y baile desbocado, rasguear de charangos y pifiar de ruidosas siringas y zampoñas, ruda sinfonía con la que yo también me embriagué.
Al atardecer, tras aquellos momentos de confusión y profuso trance báquico, cuando todos, incluidos el cóndor y el toro, habíamos agotado nuestras fuerzas, cesó la música, y la población al completo, en forma de abigarrada procesión, se encaminó a una de las cercanas cimas que nos rodeaban, una cima que daba sobre un vertical precipicio. El cóndor fue colocado sobre la más alta de las peñas y liberado de sus ataduras, y acto seguido...
–¡Allá va... –dijo Mendoza–, el mensajero de los Dioses!, de vuelta al cielo para narrar a sus dueños cuanto ha sucedido en las últimas horas. Las ceremonias, las comidas y bebidas y los cantos multitudinarios... ¡A reclamar benevolencia a quienes pueden desparramarla a manos llenas y a solicitar un diluvio de días venturosos...! Sí, amigo Salamanca, esta es la forma en que los indios se comunican con los Dioses..., pues, ¿de qué otra forma iban a hacerlo, sino por mediación de un mensajero?

No hay comentarios:

Publicar un comentario